Ecuador, miércoles, 31 Agosto 2016
Durante las últimas semanas las posiciones, declaraciones y reuniones de una serie de personalidades indígenas, sorprenden en diversos ambientes políticos. Algunos rechazan cualquier acercamiento con las derechas, mientras otros se reúnen con ellas; unos dicen ser de izquierda, pero otros afirman no estar ni en un lado ni en otro; por allí hay quienes reivindican su filosofía andina como diversa y plural, pero aquellos de más allá sostienen estar abiertos a cualquier ideología; unos tienen prestigio político, otros un desprestigio igualmente notorio. Sin embargo, todos dicen representar al movimiento indígena. Y, por unanimidad, coinciden en una postura asumida con radicalidad y visceralidad: nada con el “correísmo”.
Lo que ocurre entre esas figuras indígenas también sucede entre diversas personalidades ligadas al movimiento de los trabajadores, aunque su visibilidad es menor que la lograda por los políticos indígenas.
Estas expresiones y posicionamientos plantean un problema de análisis en tres niveles o esferas de actuación: la clasista, la política y la electoral.
Todo movimiento social (campesino, obrero, indígena, etc.) ha tenido en la historia ecuatoriana una serie de reivindicaciones y demandas por las que ha luchado de acuerdo con las diversas circunstancias y coyunturas. El análisis podría remontarse a las sublevaciones indígenas de toda la época republicana; pero desde la gran movilización nacional de 1990, el movimiento indígena supo despertar claras reivindicaciones que incluso condujeron a que la Constitución de 1998, por primera vez, reconociera el carácter “pluricultural y multiétnico” del Ecuador, y que la Constitución de 2008 proclamara, radicalmente, que el país es “plurinacional”.
Igualmente podría seguirse el rastro de las centrales históricas de trabajadores (CEDOC, CTE y CEOSL), que confrontaron durante décadas por cuestiones ideológicas, y finalmente lograron unirse en el FUT y allí forjaron plataformas de lucha comunes.
Sin duda, todo movimiento social incide en la vida política y tiene fines políticos. Ello hay que entenderlo en el sentido de que actúan sobre luchas, demandas y reivindicaciones que tratan de transformar a la sociedad. Además, sus intereses confrontan con otros sectores sociales que reaccionan a su favor o en su contra. En Ecuador (y en América Latina) los movimientos sociales populares incluso han adoptado posiciones anticapitalistas y quisieran abatir este sistema para edificar una nueva sociedad. Las experiencias represivas contra indígenas, campesinos, montubios y trabajadores ecuatorianos evidencian esa “lucha de clases”. Y han sido pocos los gobiernos de la era republicana que han procurado entender las lógicas de los movimientos sociales y se han identificado con sus intereses, aunque han sido las propias circunstancias históricas de cada momento las que han impuesto los alcances y los límites dentro de los cuales han debido obrar esos gobiernos, como ocurrió con la Revolución Liberal (1895) o con la Revolución Juliana (1925).
Pero tiene otra perspectiva la política electoral.
En el siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX, hubo gobiernos y dictaduras que no se originaron en elecciones, y éstas fueron limitadas o ausentes por diversas razones.
Desde 1979, cuando se inició en Ecuador la fase más larga de gobiernos constitucionales, se ha institucionalizado la democracia representativa y electoral como la forma más adecuada de legitimación social y gubernamental, un fenómeno extendido en toda nuestra América Latina, a tal punto que son motivo de rechazo las dictaduras directas y los golpes de Estado, “blandos” o no.
Hoy, la participación electoral no arrastra necesariamente a los movimientos sociales. Candidatos indígenas, así como candidatos obreros, tienen aspiraciones de diverso orden, como lo están demostrando las figuras del presente a las que he aludido antes. Aunque hablen a nombre del “movimiento”, las bases no votan por ellas, como se demostró en las elecciones de febrero de 2013, cuando la “Unidad Plurinacional de las Izquierdas”, integrada por diez partidos y movimientos sociales, apenas obtuvo el 3.26% de la votación nacional. Es decir, no votaron por ella ni los indígenas (que de acuerdo con el último censo de 2010 son el 7% de la población del país), ni los trabajadores, pero tampoco las “bases” de esas izquierdas, ya unidas entonces en un abierto “anti-correísmo” como consigna principal.
Y no es un fenómeno para alarmar, sino para analizar críticamente. La realidad de los hechos históricos está demostrando que hay una línea compleja de manejar entre lo que es el movimiento social y lo que es la participación electoral. Los candidatos, provengan de cualquier sector al que pertenezcan, provocan adhesiones y también ataques; y las propias bases optan por ellos o por otros candidatos a los que dan su voto en calidad de electores libres, y no en calidad de miembros de un conglomerado clasista al que están obligados a responder.
Pero, además, como electores, también las bases de los movimientos sociales, así como toda la ciudadanía, tienen la oportunidad de juzgar quién es el candidato, y al evaluarlo, no se puede asegurar que esas mismas bases lo tengan como representante auténtico, legítimo y creíble del movimiento social al que supuestamente representa su candidatura.
Son, pues, los propios movimientos sociales los que tienen que hacer un examen crítico de sus posicionamientos políticos, a fin de que las candidaturas, como está ocurriendo en la actualidad entre varias figuras provenientes de movimientos y partidos tradicionales, dejen de provocar debilidades y divisiones entre sus propias filas. Y por las experiencias históricas contemporáneas, solo hay desgaste para los movimientos sociales cuando hay fuerzas que quieren convertirlos en una especie de partidos políticos electorales.
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